La “cuestión de los centros históricos” constituye una ocupación disciplinar que no acaba de desprenderse de sus connotaciones conservacionistas. Los presupuestos iniciales, si por ello entendemos los postulados teóricos que comenzaron a formularse, allá por la segunda mitad del siglo XIX, cuando se estaban elaborando las razones para proceder a la construcción de la ciudad moderna, a la ciudad del capital, apostaban a favor de una concepción de la ciudad histórica heredada, hoy centro histórico, como ámbito urbano al que sólo le cabía la posibilidad de reconvertirlo en “centro” de la nueva entidad urbana que se estaba conformando. Dicha condición de centro, sin embargo, no se pretendía que fuese incompatible con aquella otra que permitiese recrearlo como lugar residencial “exclusivo”, es decir, sólo accesible a sectores sociales de renta alta.
Concebidos estos centros históricos en función de esa doble vertiente, como “áreas centrales” y como “ámbitos residenciales exclusivos”, las intervenciones conservacionistas que, desde entonces hasta nuestros días, han prevalecido por encima de estas otras, mostrándonos, o haciéndonos creer, que la realidad de los mismos pasaba por aplicar unas medidas semejantes, ha supuesto generalizar su entendimiento como lugares concebidos a manera de reservas de nuestra memoria histórica, cuando, en realidad, estaban asumiendo toda una serie de intervenciones urbanas, procesos de “renovación” en suma, que, al margen de la pretendida conservación emprendida, obedecían a lo que se les estaba demandando desde el “proyecto” que afectaba a la ciudad en su conjunto.
Los centros históricos, en efecto, no han mostrado una dinámica urbana concebida al margen de lo que se les estaba requiriendo desde planteamientos urbanos más generales. Y es, precisamente, esta contradicción, en la que han caído casi todos los estudiosos que se han ejercitado y han tomado posiciones concretas a favor de la protección de estos lugares, lo que ha caracterizado su devenir, ignorándose, o dejando de lado, como argumentos para su entendimiento, las dinámicas reales que los recorrían, haciéndolas coincidir, en un acto de confusión consciente, con políticas exclusivas de corte conservacionista. Sus posiciones, sin embargo, lejos de adoptar actitudes ambiguas, resultaban muy claras: ocultar lo que realmente estaba sucediendo en los centros históricos bajo el manto de una pretendida “política de conservación” de sus valores patrimoniales.
Resulta esclarecedor, en este sentido, la escasez de estudios vinculados al conocimiento de las cuestiones que atañen a los conjuntos históricos, sobre todo, de aquellos que abordan sus comportamientos como espacios sometidos a cambios de tipo social-económico que se expresan, como no podía ser de otra manera, a través de las transformaciones urbanísticas, también de índole arquitectónica, a las que tan habitualmente estamos acostumbrados a contemplar. La revista Ciudades ha querido, en esta ocasión, dedicar su sección monográfica al tema comentado, pudiéndose comprobar también estas carencias, es decir, la aparente indisposición disciplinar para acometer estudios que desvelen las dinámicas que caracterizan a los centros históricos. El problema no habría que plantearlo únicamente llamando la atención a propósito de dichas carencias, sino advirtiendo que una posición disciplinar que no preste atención al conocimiento de las dinámicas reales que suceden en los centros históricos puede llevarnos a una incomprensión de todo aquello que está sucediendo en el resto del espacio urbano.
Piénsese que si las ciudades disponen de “áreas exclusivas”, entre otras las que se corresponden con los centros históricos, en las que se desarrollan procesos encaminados a lanzar, desde ellas y como así está sucediendo, los productos de consumo de más alto nivel, es decir, aquellos que sólo pueden ser objeto de apropiación por parte de una minoría, se están estableciendo, al mismo tiempo, los precios de aquellos otros que, aunque de menor calidad, son necesariamente requeridos por el resto de la población. Queremos decir con esto que las “áreas centrales”, en general, constituyen espacios desde los que se regulan y establecen los costes de los productos que consumimos, muchos de ellos de primera necesidad, como la vivienda, condicionando, al alza, el de aquellos otros similares que se reparten por el resto de la ciudad.
El hecho de que la ciudad disponga de estos espacios exclusivos es una forma clara de manifestar estas desigualdades, aupándola hacia su condición de espacio segregado que, a duras penas, podría proporcionar la tan cacareada “cohesión social”, trabando los derechos de los ciudadanos y enarbolando los signos de la exclusión social.
Pero esto no evita, y he aquí la gran contradicción que nos asiste, que se insista en las políticas de conservación, en acercamientos monumentalistas, como actitudes mayoritarias para enfrentarse al quehacer que requieren estos lugares históricos. Contradicción que se resuelve dándonos a entender que sólo es posible su recuperación mediante operaciones que hagan pesar, en los consumidores de estos lugares, el coste de las mismas. Es decir, desposeyendo valores sociales para ser objeto de apropiaciones individualizadas.
La recreación de políticas urbanas que procuran, para estos lugares históricos, una apropiación de clase, es la posición que más adhesiones reúne, que más apoyos recibe por parte, sobre todo, de las administraciones públicas responsables, conscientes, como lo son, de que sólo se ganan adeptos propulsando la apropiación de lo colectivo, arrinconando lo público en el desván de la historia.
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Valladolid, junio de 2011.