Patrimonios urbanos
Ciudades 21, 2018
DOSSIER MONOGRÁFICO
Javier PÉREZ GIL
Un marco teórico y metodológico para la arquitectura vernácula
Juan Ignacio PLAZA GUTIÉRREZ
El patrimonio industrial del borde sur de la ciudad de Salamanca
Juan José REYNA MONRREAL
Beyond the Post-Industrial Park: the spatial heritage of Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey glimpsed through its workers’ neighborhoods
Beatriz GONZÁLEZ KIRCHNER
Ciudad Pegaso: autarquía y control social. Vivienda obrera asociada a centros industriales
Alberto RODRÍGUEZ-BARCÓN, Estefanía CALO y Raimundo OTERO-ENRÍQUEZ
Reconversión de espacios portuarios y privatización de la fachada litoral de A Coruña: una lectura crítica
MISCELÁNEA
Elvira KHAIRULLINA
La planificación urbana y el tráfico rodado: las ideas de Alker Tripp en la URSS
Noel Antonio MANZANO GÓMEZ
Résidencialisation urbaine: seguridad espacial y normalización social en las periferias sensibles francesas
Francisco DINÍS DÍAZ GALLEGO
A Coruña 1967-1974: la construcción vertical de la ciudad
SECCIÓN FINAL
Víctor PÉREZ EGUÍLUZ
Reseña: Attracting visitors to ancient neighbourhoods. Creation and management of the tourist-historic city of Plymouth
Ana RUIZ-VARONA
Reseña: Historias vividas. Grupos de Viviendas en Valencia 1900-1980
Todos los asuntos relativos al patrimonio han alcanzado, en las últimas décadas, una presencia muy relevante en la ciudad, al tiempo que los elementos susceptibles de ser considerados desde una perspectiva patrimonial e incluso los propios conceptos con los que se trabaja han sufrido una intensa transformación… en apariencia, puesto que prácticamente todos y cada uno de los fantasmas que han acompañado a los procesos de patrimonialización en el pasado siguen hoy presentes.
Tiene sentido abordar la cuestión del patrimonio en la ciudad, puesto que al punto de vista del patrimonio urbano, que, sin haber resuelto los grandes asuntos pendientes, se ha consolidado tanto en la normativa como en la práctica, hay que incorporar ahora otra visión, la del tratamiento de los patrimonios, de naturaleza muy diversa, que han conformado y conforman la ciudad.
Para ello hay que partir de una aproximación al concepto de patrimonio urbano, puesto que, en el fondo, se trata de abordar, desde una perspectiva diferente y más amplia, asuntos que han estado presentes desde el mismo momento de su nacimiento.
A pesar de que no puede ser considerado en modo alguno un asunto nuevo, definir qué es el patrimonio urbano sigue siendo hoy una cuestión compleja, difícil de abarcar en el término de una definición.
Podemos tomar, a modo de aproximación a esta complejidad, lo que Françoise Choay mencionaba en la entrada patrimoine urbain del «Dictionnaire de l’urbanisme et de l’aménagement», que ella misma dirigiera en 2005 con Pierre Merlin. El patrimonio urbano “comprende los tejidos, prestigiosos o no, de las ciudades o de los conjuntos tradicionales preindustriales y del siglo XIX, y tiende a englobar de manera más general todos los tejidos urbanos fuertemente estructurados”. Dejando de lado algunas ausencias y algunos aspectos polémicos de esta formulación, nos interesa señalar que la idea fundamental que subyace es la de que con el término patrimonio urbano se hace referencia al tejido urbano como un tipo específico de patrimonio, o, expresado en otros términos “la ciudad como patrimonio”.
Éste no es, ni ha sido nunca, un asunto sencillo. Siguiendo la lógica argumental clásica, desarrollada por la misma Françoise Choay en su «Alegoría del patrimonio» y resumida en la entrada que acabamos de citar, podemos considerar que el concepto de patrimonio urbano se formula explícitamente en la obra «Vecchie città ed edilizia nuova», de Gustavo Giovannoni, publicada en 1931. Y lo que distingue al planteamiento de Giovannoni no es que plantee que una ciudad o una parte de ella pueda contener valor patrimonial en sí misma, algo que ya habría apuntado Ruskin antes en «Las piedras de Venecia», sino que se trata de un patrimonio que está, y tiene que seguir estando, vivo. La cuestión esencial estribaría entonces en qué papel ha de desempeñar esta parte de la ciudad en la vida urbana contemporánea, o, por usar los términos de Giovannoni, cuáles son los “límites aceptables del cambio”.
En su obra, Giovannoni planteaba diversos conceptos, principios y herramientas, cuyo alcance e implicaciones pueden ser hoy discutibles -ha llovido mucho en los últimos ochenta y cinco años-, pero que ponen el acento, aunque sea de forma incipiente en algunos aspectos, en dos puntos fundamentales: la ciudad es un ente que ha de ser considerado de forma global, y es un ente que evoluciona, que cambia y se transforma.
Estos dos argumentos, unidos a un tercero que no aparecía en las formulaciones de Giovannoni, la población y sus circunstancias sociales y económicas, han configurado la base de un debate intenso, candente y más presente que nunca, sobre cómo abordar el asunto del patrimonio urbano, con hitos como el Plan de Bolonia, por citar el más conocido, que no han perdido vigencia frente a prácticas que en poco difieren de las ideas planteadas por Ruskin sobre el carácter casi sagrado del legado de nuestros antepasados, cuando no dirigidas por una visión puramente mercantilista del patrimonio.
Dejando aparte estas cuestiones -fundamentales- que enfatizarían como elemento principal a preservar la vida urbana y su diversidad (social, económica), y ciñéndonos a la visión teórica, durante buena parte de estas décadas ha imperado una perspectiva encaminada a la salvaguarda de ciertos ámbitos urbanos “históricos”. La Recomendación de Unesco de 1976, conocida como Recomendación de Nairobi, se denominó como “relativa a la salvaguardia de los conjuntos históricos y su función en la vida contemporánea”.
Hasta hace muy poco tiempo, pues, de lo que se ha tratado ha sido de “salvar” estos conjuntos urbanos y de asignarles una función actual que, al menos en teoría, fuese “compatible con su morfología y escala”, usando una expresión de Giovannoni.
De hecho, muchos conjuntos urbanos de valor patrimonial oficialmente reconocido (basta pensar en los incluidos en la Lista del Patrimonio Mundial) constituyen hoy un prestigiado elemento dentro de sus estructuras urbanas… tan prestigiado que son el referente al cual se supedita cualquier otro tipo de consideraciones sobre la ciudad o sus elementos.
Por otra parte, sobre todo a partir de la década de 1980 aunque se ha manifestado con toda su fuerza ya en el siglo xxi, ha tenido lugar una suerte de transfiguración en el campo del patrimonio, que se ha traducido en la extraordinaria ampliación de los elementos “patrimonializables” acompañada, simultáneamente, de un desplazamiento de la orientación general desde lo excepcional a lo cotidiano. El conflicto entre el patrimonio urbano clásico y consolidado y estos “nuevos patrimonios” está servido, y, paradójicamente, no es diferente, en esencia, de ese conflicto que se ha señalado en repetidas ocasiones entre el patrimonio de carácter monumental y el patrimonio urbano en el pasado. Basta recordar en este sentido a Haussmann y su actuación en la ciudad de París, o la práctica, ya criticada por Camillo Sitte pero todavía no erradicada, de demoler los entornos urbanos de determinados monumentos para poder apreciarlos mejor en todo su esplendor.
¡Cosas del pasado! que nada tienen que ver, por ejemplo, con demoler un edificio industrial -al fin y al cabo no son más que ruinas- para despejar las vistas de una muralla, al mismo tiempo que sin ningún pudor se construye en otro espacio vecino, delante de esa misma muralla, un edificio, contemporáneo y emblemático, obra de un arquitecto de renombre… y todo ello en el sagrado nombre del Patrimonio.
Curiosamente, y no se trata de casos aislados, cuando más se ha hablado de patrimonio en algunas ciudades, más ha arreciado la batalla contra algunos elementos “discordantes” con una visión concreta ‑y, no lo olvidemos nunca, interesada- del patrimonio urbano, que entiende por tal una escenografía claramente identificable y libre de elementos que disturben su idílica percepción ‑incluyendo a veces en esta categoría a la propia población o una parte de la misma-, un simulacro de ciudad convertida en espectáculo de sí misma.
Entre los elementos que suelen ser considerados como discordantes, y a pesar de que ya cuentan con un recorrido teórico relevante, cabría destacar los vinculados al patrimonio etnológico ‑y concretamente a la arquitectura vernácula- y al patrimonio industrial, que suelen estar presentes en buena parte de nuestras ciudades, pero que, salvo excepciones, o no son considerados como patrimonio o, como acabamos de señalar, son contemplados desde una perspectiva llena de connotaciones negativas.
En el caso de la arquitectura vernácula, porque por sus propias características y evolución suele congeniar mal con las arquitecturas de la excepcionalidad, aunque es una conexión material evidente con las características de la cultura y del territorio en que se inserta.
Y en el caso del patrimonio industrial porque confluyen muchos factores en torno a su relación con la ciudad. Por una parte, la propia evolución de la Arqueología Industrial (llamémosle así para evitar disquisiciones complejas que están aquí fuera de lugar), que durante mucho tiempo se ha orientado más a la salvaguardia que al conocimiento, centrándose -de manera deliberada o no- en el objeto edificado, reeditando en la práctica los viejos fantasmas de la visión monumentalista (ensimismamiento y descontextualización temporal y espacial), donde la preservación de ciertos elementos (más espectaculares, “vistosos” o, simplemente, mejor situados) se ha utilizado como soporte de la recomposición funcional y espacial de los espacios industriales obsoletos.
Estos espacios, denominados a menudo intencionadamente como “vacíos” o como “ruinas”, han sido tratados como una reserva de suelo edificable, sobre todo para uso comercial o residencial, y en ellos el patrimonio, si es que se llega a considerar, está subordinado al proyecto, por lo que suelen prevalecer los criterios de oportunidad sobre todos los demás.
Estos dos ejemplos, amén de otros que se podrían considerar, nos llevan a plantear la cuestión de los patrimonios urbanos, es decir, la visión del patrimonio desde la óptica de la ciudad, en lugar de la tradicional visión de la ciudad desde el punto de vista del patrimonio.
En este sentido, un nuevo concepto ha irrumpido recientemente en el panorama del patrimonio urbano, con la Recomendación sobre el Paisaje Urbano Histórico aprobada por Unesco en noviembre de 2011.
Se trata, en esencia, de aplicar el concepto de paisaje como aproximación al patrimonio urbano, por lo que, para empezar, sería más adecuado referirse al paisaje urbano histórico como método que como concepto o noción, a pesar de que la traducción al castellano de la Recomendación sustituyó el término ‘aproximación’ por el de ‘noción’.
Se trata de una idea sin duda rebosante de implicaciones sugerentes, pero que dado el estado de la cuestión actual difícilmente puede ser operativa, porque la Recomendación no ofrece una definición clara ni de la noción ni del método: la propia formulación, tal como está expresada, es cuando menos discutible, y hasta el momento no se ha desarrollado una aproximación a dos aspectos cardinales: la metodología o metodologías que se podrían emplear y, todavía más importante, el alcance que, en la práctica puede tener esta nueva perspectiva, esto es, para qué puede servir.
Lo que impera todavía hoy es la confusión, hasta el punto de entremezclar la categoría con la herramienta: el paisaje cultural, como un tipo específico de patrimonio, cuyo valor reside, simplificándolo mucho, en el entramado de relaciones entre el medio y la sociedad (el “paisaje”), o el paisaje urbano histórico, un método basado en la noción de paisaje que habría de servir para caracterizar en su complejidad, incluso para gestionar, un conjunto urbano con valor patrimonial.
¿Quiere esto decir, pues, que el método del paisaje urbano histórico no es útil? Ni mucho menos. Parafraseando a Edgar Morin y su pensamiento complejo, da la impresión de que estamos mucho más avanzados y al mismo tiempo mucho más atrasados de lo que nos puede parecer. Aplicar los conceptos y los métodos vinculados al paisaje urbano histórico constituye una herramienta formidable, pero para que sea útil hay que saber cómo y para qué utilizarla.
Por lo que respecta al tema que nos ocupa, los patrimonios urbanos, aplicar este método debería partir de la reformulación de la base del valor patrimonial de un conjunto urbano, que no se puede derivar de la existencia de un conjunto de monumentos, de un ambiente urbano o de un conjunto relacionado de edificios, monumentales y no monumentales, sino del propio proceso histórico de la ciudad. Lo que conforma el valor que ese conjunto urbano pueda tener no son las manifestaciones, más o menos excepcionales, producto de una época y unas circunstancias, sino el hecho de que hayan seguido integradas en el devenir urbano a lo largo de la historia de la ciudad. Y la legibilidad de ese proceso es precisamente lo que habría que preservar.
No quiere esto decir que todos los elementos patrimoniales hayan de tener un tratamiento similar, sino que los patrimonios urbanos se constituyen como un conjunto que debe ser entendido a través de sus relaciones, de sus actores y de sus funciones pasadas y presentes.
Así, junto -y no frente- a la ciudad como patrimonio, hay que hablar hoy también del patrimonio en la ciudad, de los patrimonios urbanos sin los cuales no podemos comprender ni la ciudad ni el patrimonio urbano en sentido clásico. Todos ellos, sancionados o no oficialmente, sea cual sea su época, su naturaleza, su importancia, siempre relativa, y toda la serie de atributos que podamos considerar, en su conjunto y con su sistema de relaciones -espaciales, temporales, simbólicas-, conforman una realidad propia, que no es equivalente a la mera adición de cada uno de los elementos, y que se vive como un todo inseparable: la ciudad.
Valladolid, junio de 2018
“Igual que Marx decía que la humanidad no se
plantea sino los problemas que es capaz de resolver,
es decir, que cuando formulas un problema está
en germen la solución, algo parecido pasa con las
utopías, es decir, que la humanidad no se plantea
utopías si no entrevé que puedan ser realizables. Las
utopías son algo creador, y cuando alguien hablando
dice (aludiendo a la utopía como algo imposible),
“esto es una utopía”, yo siempre pienso todo lo contrario
que es posible y mejor que la mierda del capitalismo
y el estado.”
GAVIRIA, Mario (1980):“Ciudad, 20 trucos y remiendos”,
en «El Ecologista» 8-9.p
El 7 de abril de 2018 falleció en Zaragoza a los 79 años Mario Gaviria Labarta, Premio Nacional de Medio Ambiente en 2005, Premio Sociedad y Valores Humanos en 2006 y Cruz de Carlos III El Noble otorgada por el Gobierno de Navarra en 2016. Fue el sociólogo urbano que más influyó en la generación de urbanistas que en los años 70, tras la caída de la dictadura, acometieron la tarea de diseñar la transformación de las ciudades españolas. Sus escritos, charlas y trabajos dotaron a la práctica de estos profesionales de una visión compleja, siempre con los ciudadanos en primer plano, que buscaba convertir en ciudades aptas para la vida a aquellas tristes, viejas y segregadas ciudades, fruto de una postguerra cruel y una especulación inmobiliaria devastadora.
Mario nos hizo ver que la vida de los ciudadanos era algo más que una cadencia diaria de transporte, trabajo, transporte, descanso, solo rota por la pausa semanal y las vacaciones del verano, concebidas igualmente como una secuencia de actividades repetidas. Para cada actividad un espacio, cada función tenía que ser separada y optimizada funcionalmente, ese era el credo del urbanismo funcionalista que había reducido, con gran alborozo de políticos y empresarios, la disciplina urbanística a la traslación del modelo de la máquina capitalista a la producción y diseño de la ciudad. La innovación que nos proponía Mario Gaviria era la de ver la ciudad real, la que acogía la vida diversa y compleja de sus habitantes. Para ello no se basaba en modelos ni esquemas, sino en la observación real y en la empatía con las personas, sus necesidades y su capacidades creativas; un método personal, fruto en parte de su contacto con los situacionistas franceses y de su relación con Henri Lefebvre, pero basado en la creencia fi rme de la capacidad de los individuos de labrarse su propia vida. Si de algo se trataba en el caso de Mario era de que los individuos se emancipasen, que ocupasen las calles y las plazas para construir una vida cotidiana plena, dando cuerpo al “derecho a la ciudad” que reclamaba su amigo y maestro Lefebvre, con el que mantuvo amistad hasta su muerte.
La visión de Mario Gaviria no era una visión teórica ni de esquemas abstractos, era la visión espacial de un “urbanista natural”, capaz de leer tanto los espacios de la ciudad heredada, explicando el porqué de su evolución y la vida que contenían asociada a sus nuevas funciones y estructuras, como también leer los espacios de las periferias funcionalistas, como demostró cuando fue el director del estudio sociourbanístico sobre ampliación del barrio de la Concepción y el Gran San Blas, publicado en la Revista «Arquitectura», 113-114, de 1968, en el que se explicaba y dignificaba la vida de sus habitantes. Intuyó que era necesario cambiar la forma de construir la nueva ciudad y para ello colaboró con sus amigos y discípulos arquitectos en la revisión del urbanismo funcionalista, como en el caso de la propuesta de diseño del Centro Direccional para Barcelona en El Vallés, en el que se buscaba la creación de una calle compleja y diversa, como alternativa a los modelos de urbanismo basados en la libre disposición de bloques y la falta de jerarquías espaciales claras.
Pero a Mario no le bastó con entender la ciudad, deshaciendo los mitos funcionalistas contrarios a las necesidades de la vida urbana, acudió, de nuevo con mente abierta y ojo libre, a estudiar la ciudad de las vacaciones por excelencia, Benidorm, explicando de manera diferente lo que allí se estaba produciendo y la manera de hacerlo mejor para los que lo habitaban; escandalizó a muchos cuando defendía Benidorm como una máquina eficaz, menos dañosa para el territorio que otros modelos de ciudad turística.
Mario fue de los primeros en comprender los daños que sobre el territorio, la agricultura y la cultura rural estaba produciendo el modelo desarrollista, lo que le llevó a incorporarse a la recién creada AEORMA (Asociación Española para la Ordenación del Medio Ambiente), la primera organización ecologista española, asumiendo en 1974 la dirección de campañas antinucleares junto a José Manuel Naredo y Pedro Costa Morata, tomando parte activa en campañas y charlas, sin importarle el lugar o el número de los que le escuchaban, construyendo una cultura de la contestación, que aunaba el rigor del dato, la claridad sobre los efectos futuros, con la fiesta y la relación directa con los asistentes y los organizadores del acto, cultura que se podría resumir en una frase suya: “no puede haber asamblea sin caldereta después”. Mario fue durante muchos años el referente de un ecologismo social, capaz de explicar las complejas dimensiones del problema y al mismo tiempo convencer a todos y cada uno de los que le escuchaban de que eran capaces de encontrar la solución.
Mario era una de esas personas que te cambiaban la vida, yo le conocí en una conferencia antinuclear, e inmediatamente me sentí impelido en participar en aquello, cuando fui a hablar con él, me vino a decir que cada uno tenía que hacer lo que creyese útil y que por tanto no tenía nada que encargarme. A partir de ahí coincidimos en el movimiento ecologista, pero también nos cruzábamos una y otra vez en trabajos sobre la agricultura, el territorio rural, la revisión de los modelos urbanos, sus clases de doctorado, confundiéndose el amigo con el maestro. Creo que, como yo algo más joven que los arquitectos con los que coincidió en sus primeros trabajos, muchos nos hemos cruzado en algún momento con Mario y nos hemos sumado a esa forma de ver el urbanismo como la concreción del Derecho a la Ciudad (en el que incluía el Derecho al Territorio), en el que los individuos no son “semiautómatas” a los que condicionar con nuestras morfologías y modelos urbanos, sino actores que ocuparán libremente los espacios que diseñamos.
Había también en Mario una suerte de optimismo extremo, que le impedía hacer análisis negativos, que le llevaba a construir discursos optimistas sobre lo que ocurría (buscando quizás esa utopía mejor que lo que existe), lo que llevó a algunos a infravalorar algunos de sus escritos o algunas de sus posiciones públicas. A todos ellos les diría que a Mario le debemos una visión más compleja del urbanismo en la que lo crucial es el individuo y su “derecho a la ciudad”, pero que también le debemos haber sido un actor crucial en la creación del movimiento ecologista y la interpretación del territorio y la agricultura, puestos en peligro por un modelo ajeno al territorio, las gentes y sus capacidades, y sobre todo a la creación de una cultura de la participación basada en una visión igualitaria de todos los participantes, en la que resultaba clave la creación de redes y lazos entre todas y todos.
Salud Mario, te recordaremos en esas fiestas que tanto te gustaban.
Valladolid, mayo de 2018
Agustín Hernández Aja
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